viernes, 17 de julio de 2015

EL MATERIALISMO HISTÓRICO Y LA CUESTIÓN NACIONAL ESPAÑOLA

Por Pedro Insua Rodríguez


«En la Europa occidental, continental, la época de las revoluciones democrático-burguesas abarca un intervalo de tiempo bastante determinado, aproximadamente de 1789 a 1871. Ésta fue precisamente la época de los movimientos nacionales y de la creación de los Estados nacionales. Terminada esta época, la Europa Occidental había cristalizado en un sistema de Estados burgueses que, además, eran, como norma, Estados nacionalmente homogéneos. Por eso, buscar ahora el derecho a la autodeterminación en los programas de los socialistas de la Europa Occidental significa no comprender el abecé del marxismo» (Lenin, Sobre el derecho de las naciones a la autodeterminación.)

En numerosas publicaciones digitales españolas ligadas a determinados grupos, asociaciones, partidos, etc., que se mueven, o dicen moverse, en las coordenadas del marxismo, del materialismo histórico o del comunismo (nos estamos refiriendo, para hablar claro, a Rebelión, la Haine, Kaos en la Red, y otras publicaciones de este estilo...), aparecen Euskal Herria o los Països Catalans, o Galizia, Asturies, ... como sociedades políticas «realmente existentes», actuando, funcionando de hecho, como referencias políticas positivas y ya en marcha. Digamos que se asume, así sin más, la realidad tanto histórica como presente de la nación catalana, de la nación vasca, de la gallega... –o de otros fragmentos de la nación española como puedan ser Andalucía, Asturias, Extremadura...– sin mayores explicaciones, convirtiendo por paralogismo lo que no son sino unidades administrativas regionales (surgidas en el XIX) en verdaderas sustancias metafísicas, «culturas», mónadas prácticamente incomunicables y que reclaman su propio estatuto político frente a España (frente al «Estado español»).

Es más, la evidencia casi axiomática del carácter «nacional» de esas realidades es de tal naturaleza para estos grupos, a pesar de la confusión en la delimitación de las mismas [1], que aquel que ose plantear alguna duda al respecto es enviado ipso facto, por la fuerza de la propia evidencia, a la clase de la «extrema derecha», reaccionaria, cavernícola y facha contra la que estos grupos dicen luchar principalmente («antifascistas»). Es así que, según se desprende de tal evidencia, esta «conciencia nacional» fragmentaria procede al parecer de «la izquierda», de la izquierda comunista para más señas –o por lo menos tiene que ver de algún modo directamente con ella–, dejando para la derecha, para la extrema derecha (fascismo), toda otra perspectiva que conserve la referencia a España como unidad nacional.

Así ocurre en efecto que España, en tanto que sociedad política, es generalmente concebida desde tales instancias como una pura fantasía cuya unidad no es sino un reflejo ideológico, superficial –superestructural– producido por la ideología que para muchos representa, sin duda, el no va más de la política más reaccionaria: el nacional-catolicismo, entendido como la forma característicamente española de fascismo. España es, por así decir, una emanación entre otras, pero muy significativa, de la voluntad de poder de esas fuerzas de la derecha (criptofascistas) que durante siglos, casi atávicamente, han actuado en la península desplazando al «pueblo», al demos, o mejor, a «los pueblos», de su protagonismo político. Es así que, de este modo, con la llegada de la democracia a la península, la idea de España, esto es, España misma, debe por fin desaparecer en virtud de la propia determinación política de aquellos «pueblos» sojuzgados por ese nacional-catolicismo dominante. Y es que, sea como fuera, una vez derrotado el criptofascismo en España, España misma se disolverá con él en tanto que puro reflejo ideológico suyo. España y democracia son así, según estas coordenadas, dos ideas incompatibles, al ser aquella producto de las fuerzas sociales (oligárquicas, aristocráticas, autoritarias, dictatoriales, tiránicas...) que impiden la realización de esta, que impiden la realización de una «verdadera democracia» que pondría de manifiesto la realidad «plurinacional» en la que al parecer verdaderamente consiste la península ibérica (la implantación de este «comunismo», sin embargo, curiosamente, dejaría intacto a Portugal, tratado por estos grupos con mucha mayor benevolencia y simpatía que España –sin tampoco ofrecer muchas explicaciones sobre ello–).

Es decir, en definitiva, si aún existe España es porque la democracia, la democracia socialista (que incluye el «derecho de autodeterminación de los pueblos»), todavía no se ha realizado en ella plenamente (el criptofascismo lo impide una y otra vez), siendo así que ese «demos» realizado, es decir, hecho gobierno tras la revolución, nunca puede ser español, sino que, eo ipso, se convierte en vasco, catalán, gallego... quedando España disuelta con la propia disolución del criptofascismo que la engendró [2].

Digamos, en resolución, que en ese «otro mundo posible» del que constantemente se habla en estas publicaciones, se supone sobrevenido tras la destrucción revolucionaria del capitalismo (algo así como el Juicio Final), España desaparece y desaparece en función de la reaparición de aquellos pueblos que, sojuzgados, eclipsados por el fascismo dominante, salen por fin libres a la luz, la luz de la «autodeterminación» democrática (omni determinatio est negatio, la auto-determinación es, al caso, la negación de España) [3].

Ahora bien, y esta es la cuestión que aquí queremos tratar, ¿qué tiene que ver esta conciencia nacional fragmentaria, la de la España «plurinacional», con el materialismo histórico?; y, por otro lado, ¿qué tiene que ver la disolución de España, por la vía de la secesión, según se viene promoviendo desde estas publicaciones «altermundistas», con el comunismo?

Pues bien, como respuesta a ambas cuestiones, en este artículo se trata de probar:

I. La incompatibilidad, digamos teórica, entre la idea de la «España plurinacional» y el materialismo histórico;
II. La incompatibilidad práctica entre la secesión aplicada a España, sea por la vía del federalismo o por la del «independentismo», y el comunismo.

I. La conciencia nacional fragmentaria jamás puede brotar del materialismo histórico

«Nosotros estamos, indudablemente, por el centralismo democrático. Somos contrarios a la federación... Estamos, en principio, contra la federación, que debilita los vínculos económicos y es una forma inservible para lo que es un solo Estado. ¿Quieres separarte? Bien, vete al infierno, si puedes romper los vínculos económicos, o, mejor dicho, si la opresión y los rozamientos originados por la ‘convivencia’ son tales que corroen y destruyen los lazos económicos. ¿No quieres separarte? Entonces, perdona, pero no resuelvas por mí, no pienses que tienes ‘derecho’ a la ‘federación’.» (Lenin en su carta a Shaumian).

Decimos que este altermundismo, en tanto que «comunismo» sui generis, parte de la evidencia, procedente al parecer del materialismo histórico, de que tanto Euskal Herria, como Galiza, Catalunya, etc., son «naciones», y no fragmentos de una nación, y que, curiosamente, llevan siglos, en algunos casos hasta milenios, con «voluntad» de ejercer una soberanía que poseen «de derecho» pero que, sin embargo, invariablemente, les es negada «de hecho». A España, sin embargo, desde esas mismas coordenadas, no se le reconoce existencia histórica como nación, siendo considerada en esencia como un mero subproducto de la ideología fascista-españolista. Es decir, España se identifica plenamente sin más con el «nacionalismo español», según el altermundismo, y su historia es la historia del «nacionalismo español», cuya trayectoria se resuelve en la represión y sometimiento «imperialista» ejercidos sobre los «pueblos peninsulares» y aún más allá (América, etc.).

Ahora bien, ¿de dónde proceden estas evidencias cuya negación, además, conducen al parecer directamente al fascismo?, ¿es esta concepción, con tales premisas, coherente o compatible lógicamente con el materialismo histórico, según se presume desde la propia consideración altermundista? Veamos.

El materialismo histórico parte, como postulado lógico, ontológico y metodológico frente al idealismo (expresado por Marx en el célebre Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política), del «ser social» como determinante de la «conciencia» (y no al revés), siendo así que esta «conciencia nacional euskaldún», como la catalanista o la galleguista, no se explican por sí mismas si no que requieren, en tanto que fenómenos suyos (y como cualquier otra forma de conciencia), un «ser social» que esté a su base.

Pues bien, ¿son acaso el aberchalismo, como el catalanismo y el galleguismo, formas de conciencia transparentes, y no deformadas, no ideológicas, de la realidad social a la que remiten?, es decir, ¿se encuentran a la base de estas formas de conciencia, en tanto que «ser social» suyo, a «Euskal Herría», a «Catalunya» o a «Galiza» como naciones en efecto ya formadas y en marcha, solo que reprimidas u oprimidas por el «Estado español», según se postula desde el aberchalismo, el catalanismo o el galleguismo?; dicho de otro modo, ¿es la existencia histórica, real, del País Vasco, Cataluña o Galicia como naciones «realmente existentes» lo que determina la evidencia (aberchale, catalanista, galleguista) de su carácter nacional?

Nosotros, desde luego, y ya lo adelantamos, negamos que esto sea así: la nada histórica de ese fantástico ente llamado «Euskal Herría» (lo mismo puede decirse de Galiza o de Catalunya y los Països Catalans) no puede generar la conciencia nacional correspondiente, como tampoco puede brotar de Cataluña o de Galicia al no haberse estas constituido nunca como sociedades políticas soberanas; y es que de la nada, nada sale, siendo así que la formación de esa conciencia nacionalista, que no nacional, hay que explicarla por otras vías (que más adelante –al final– indicaremos).

Pero, además, también negamos, y esto ya lo hacemos ad hominem (siendo este el objetivo fundamental de nuestro artículo), que la afirmación del carácter nacional de estos fragmentos de España pueda proceder del materialismo histórico marxista, un materialismo histórico en el que precisamente dicen moverse tales grupos y facciones «antifascistas».

Y es que, ¿qué pruebas se ofrecen por parte del altermundismo de la existencia histórica, real, de «Euskal Herría», de «Galiza» o de «Catalunya» como entidades nacionales?, ¿qué instituciones, qué formas de organización productivas, administrativas, judiciales, militares, diplomáticas... se pueden ofrecer desde el materialismo histórico que hablen de la existencia histórica de semejantes «naciones»?, ¿en dónde están las pruebas documentales y monumentales de la existencia de tal entramado institucional, con una trayectoria, un curso, que se pueda relatar históricamente, y cuya referencia sean, respectivamente, Catalunya, Euskal Herria, Galiza... como entidades soberanas?

Para el altermundismo, en efecto, y aquí comienzan nuestras sospechas, es suficiente, como prueba de la existencia nacional, con la propia «voluntad» de serlo; es decir, la mera presencia actual de esa «voluntad» de ser nación entre algunas facciones o grupúsculos de esas regiones, es suficiente según este altermundismo (es la suficiencia de un entimema), para hablar de la realidad histórica nacional de «Euskal Herría», Catalunya o Galiza..., siendo así que estas realidades sociales y culturales se revelan de manera prístina, sin ningún tipo de deformación, a través de la izquierda aberchale, del catalanismo republicano y del nacionalismo gallego como formas de conciencia características suyas. Una realidad, además, de la que no se puede dudar, dicen, sin recaer en el fascismo, cosa que precisamente se hace desde toda otra perspectiva política que actúe contemplando la conservación de España como unidad nacional.

Nos encontramos aquí pues, curiosamente, y siempre según el altermundismo, ante formas de conciencia por lo visto completamente depuradas de cualquier deformación ideológica (aberchalismo, catalanismo y galleguismo) que nos informan, a su vez, de un modo cristalino y transparente, insistimos, de la existencia de sociedades arcádicas (autogestionarias, en equilibrio perfecto tanto social, como medioambiental), surgidas in illo tempore, y que llevan luchando siglos, hasta milenios, intentando restaurar, frente al nacionalismo fascista e imperialista, esa soberanía perdida (autogestionaria y perfecta) que el «Estado español» suplantó (aunque se supone no aniquiló).

Ahora bien, desde la doctrina marxista, y aquí comienzan sus claros desajustes con este altermundismo que se dice representativo suyo, no es, desde luego, la mera «voluntad» de los miembros individuales que componen una sociedad lo que explica su surgimiento o constitución, sino que, más bien, es la sociedad un resultado de la acción productiva de los individuos que la componen pero, justamente, con «independencia de su voluntad»:

«La estructura social y el Estado brotan del proceso de vida de determinados individuos; pero de estos individuos, no como puedan presentarse ante la imaginación propia y ajena, sino tal y como realmente son; es decir, tal y como actúan y como producen materialmente y, por tanto, tal y como se desarrollan sus actividades bajo determinados límites, premisas y condiciones materiales, independientes de su voluntad» (Marx y Engels, La Ideología alemana, L´eina editorial, pág. 17.)

Precisamente la voluntad individual, invariablemente ideologizada, se mueve generalmente conforme a representaciones deformadas de la realidad social, según la concepción marxista, permaneciendo la conciencia individual, por lo menos en las primeras fases del desarrollo social (en rigor en todas, salvo en la fase final), completamente opaca a la realidad de ese «ser social» que, sin embargo, se forma con el desarrollo de la propia actividad productiva individual (como es sabido, esta perspectiva es lo que ha hecho encuadrar a Marx dentro de la llamada «filosofía de la sospecha», junto a Freud y Nietzsche). Una actividad individual siempre enclasada en grupos (clases) cuya estructura imponen una dinámica que desborda completamente la conciencia individual a la que, sin embargo, a su vez, determina: precisamente es justo al final del desarrollo social (nunca al principio) cuando la conciencia individual se refunde con las condiciones objetivas que determinan la propia acción individual, constituyéndose la conciencia de este modo, y como antesala de la revolución, en «conciencia de clase». Dicho de otro modo, la conciencia individual deja de ser ideológica (deformada), justamente, cuando se convierte en «conciencia de clase», que es el paso previo de la abolición revolucionaria de todas las clases.

Una conciencia de clase, por cierto, y esto conviene subrayarlo una y mil veces, en la que no desaparece su sentido nacional (en contraste con lo que muchas veces se ha dicho), sino que lo conserva aunque no al modo burgués:

«Los trabajadores no tienen patria. Mal se les puede quitar lo que no tienen. No obstante, siendo la mira inmediata del proletariado la conquista del poder político, su exaltación a clase nacional, a nación es evidente que también en él reside un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho menos con el de la burguesía» (Marx y Engels, El Manifiesto Comunista, ed. Endymión, p. 62) [4].

Y es que la «nación», según la concepción marxista, no es un concepto originario, que se forme por la vía de la «voluntad» individual de ser nación, como quiere este altermundismo pseudomarxista (siendo esto, en efecto, una petición de principio parecida a aquella de Moliére de la virtud dormitiva del opio), sino que la nación es un concepto «de clase» y que, como tal, aparece en el devenir histórico como una estructura objetiva bastante tardía, y cuya dinámica envuelve y arrastra a los individuos, insistimos, aún «por encima de su voluntad». En este sentido la nación para el marxismo es, sobre todo, la «nación burguesa» (aunque con vista a su transformación revolucionaria en «nación proletaria»), y es el resultado objetivo de procesos muy complejos que tienen que ver sobre todo con la explotación industrial del medio físico y social, con la «gran industria» capitalista, y todo lo que ello supone (comercio ultramarino, crédito financiero,...).

Precisamente del desarrollo a escala global de la «gran industria», a lomos de la nación burguesa, es de donde proceden las condiciones objetivas, como corolario suyo, para la ulterior constitución del proletariado como clase universal revolucionaria:

«[...] la gran industria universalizó la competencia (la gran industria es la libertad práctica de comercio, y los aranceles proteccionistas no pasan de ser, en ella, un paliativo, un dique defensivo dentro de la libertad comercial), creó los medios de comunicación y el moderno mercado mundial, sometió a su férula el comercio, convirtió todo el capital en capital industrial y engendró, con ello, la rápida circulación (el desarrollo del sistema monetario) y la centralización de los capitales. Por medio de la competencia universal obligó a todos los individuos a poner en tensión sus energías hasta el máximo. Destruyó donde le fue posible la ideología, la religión, la moral, etc., y, donde no pudo hacerlo, las convirtió en una mentira palpable. Creó por vez primera la historia universal, haciendo que toda nación civilizada y todo individuo, dentro de ella, dependiera del mundo entero para la satisfacción de sus necesidades y acabando con el exclusivismo natural y primitivo de naciones aisladas, que hasta ahora existía. Colocó la ciencia de la naturaleza bajo la férula del capital y arrancó a la división del trabajo la última apariencia de un régimen natural. Acabo, en términos generales, con todas las relaciones naturales, en la medida en que era posible hacerlo dentro del trabajo, y redujo todas las relaciones naturales a relaciones basadas en el dinero. Creo, en vez de las ciudades formadas naturalmente, las grandes ciudades industriales modernas, que surgían de la noche a la mañana. Destruyó, donde quiera que penetrase, la artesanía y todas las fases anteriores de la industria. Puso cima al triunfo de la ciudad comercial sobre el campo [...]. La gran industria creaba por doquier, en general, las mismas relaciones entre las clases de la sociedad, destruyendo con ello el carácter propio y peculiar de las distintas nacionalidades. Finalmente, mientras la burguesía de cada nación seguía manteniendo sus intereses nacionales aparte, la gran industria creaba una clase que en todas las naciones se movía por el mismo interés y en la que quedaba ya destruida toda nacionalidad; una clase que se desentendía realmente de todo el viejo mundo y que, al mismo tiempo, se le enfrentaba. La gran industria hacía insoportable al obrero no sólo la relación con el capitalista, sino incluso el mismo trabajo» (Marx y Engels, La Ideología alemana, L´eina editorial, págs. 60-61.)

La «gran industria», pues, impulsada por la nación burguesa (y la nación burguesa por la industria), es el gran demiurgo del Presente político, según el marxismo, un Presente dominado sí por el capitalismo internacional, pero en el que, a su vez, se ponen las bases de la internacionalización de los intereses del proletariado (y su constitución como «clase universal»), en cuanto que la dinámica industrial desborda los intereses de la propia nación burguesa (plegados y reducidos al círculo del estado burgués). Una internacionalización, en cualquier caso, que tampoco significa para el marxismo, insistimos, la disolución «en sentido cosmopolita» de la nación, sino que el sentido nacional se conserva con la toma revolucionaria del poder político por parte del proletariado (ulteriormente, una vez consumada la revolución, el Estado caería por sí mismo).

Así pues, según el materialismo histórico, la nación se constituye (y no se destruye) en el contexto de la revolución industrial, siendo el imperialismo, como «fase superior del capitalismo», el modo por el que tiene lugar su expansión global.

En definitiva, según el marxismo, es la gran industria lo que conforma a la nación y no la abstracta, tautológica, y vacía «voluntad» individual (y es que fijar la constitución de la nación en la voluntad de serlo es puro idealismo, poniendo a la realidad a caminar de cabeza).

¿Qué tiene que ver pues la nación, tal como es concebida por el materialismo histórico, con esa «nación» altermundista, constituida «originariamente» al margen de la industria capitalista, incluso al margen del Estado, sin más?

Ocurre aquí que el altermundismo (e incluimos aquí especialmente al aberchalismo [5]), lejos de mantenerse en las coordenadas del materialismo histórico, lo que hace es practicar la confusión, además de bulto, entre «nacionalidad» y «nación», categorías bien distinguidas por el materialismo histórico (etnológica una, política la otra), y que en absoluto cabe confundirlas si es que queremos mantenernos en estas coordenadas:

«La nacionalidad no es todavía la nación, sino una agrupación de tribus afines por su idioma y origen, que viven en el mismo territorio. Las naciones surgen al desaparecer la dispersión feudal, en la época del capitalismo ascensional, sobre la base de la comunidad de vida económica, relacionada, a su vez, con la creación del mercado nacional» (Konstantinov, El Materialismo histórico, ed. Grijalbo, pág. 243.)

Y es que, en la perspectiva marxista y en rigor, ¿cómo interpretar pues el carácter nacional atribuido a tales fragmentos regionales de España?, ¿qué es en fin lo que se quiere decir cuando desde el altermundismo se habla de Euskal Herria, Galiza o Catalunya como naciones?

Pues si queremos movernos en las coordenadas del materialismo histórico aparecen dos opciones, no más: o bien (a) se dice nación en un sentido étnico, concibiendo a Euskal Herría, Galicia... como «nacionalidades»; o bien (b) se dice en un sentido nacional burgués, ligado al capitalismo industrial.

En cualquiera de las dos opciones resulta absurda desde el propio materialismo histórico aplicarlas a los fragmentos de una nación ya constituida:

Por un lado, (a) afirmar el carácter étnico de «Catalunya», «Euskal Herría», etc., (o cualesquiera otro fragmento de España) como si tales regiones estuviesen organizadas tribalmente, con sus jefaturas, relaciones elementales de parentesco determinando los vínculos sociales..., como si constituyesen en fin «sociedades primitivas», resulta tan completamente disparatado que no creemos merezca la pena ser discutido. Por otro lado, (b) concebir tales fragmentos como naciones canónicas, como «naciones burguesas» resultado del modo de producción capitalista y desarrolladas al margen de España, es una concepción completamente anti-histórica por anacrónica: ¿es que Catalunya o Galiza, en tanto que poderes autónomos, suponiendo que alguna vez existieran, hicieron la revolución burguesa y están ahora ya en trance y disposición de realizar la comunista? Algunos incluso fijan la constitución «nacional» de estos fragmentos en época preindustrial, incluso en la prehistoria, ¿ya se produjo entonces ahí, en plena prehistoria, la toma del poder por parte de algo así como el «tercer estado» destruyendo el modo de producción feudal?, ¿acaso no sería algo verdaderamente llamativo por extraordinario el que se produjera una revolución burguesa en el paleolítico superior y que, así, una «nacionalidad» amaneciese ya ab initio como «nación»?, ¿y cómo es que Marx, Engels o Lenin, por ejemplo, no tuvieron en cuenta estas «referencias» tan «notables»?

Así, entre el disparate o el anacronismo, camina la consideración «nacional» de los fragmentos regionales de España, no pudiendo justificar de ningún modo su existencia como «nación» desde el materialismo histórico, por más que se convoque por parte del altermundismo esta doctrina para ello.

Es más bien el idealismo anarquista (tipo absoluto bakunista o tipo federalista prodhoniano), confundido con el materialismo histórico, lo que alimenta estas concepciones (y es que bajo el «izquierdismo» todos los gatos son pardos [6]). De este modo, al modo idealista ahora sí, se regresa en este punto a ideas sustancialistas, relacionadas con el «autós» griego (autodeterminación, autonomía, autogestión) para justificar, vía causa sui, una doctrina que, en buena medida, no es que difiera sin más del marxismo es que se opone frontalmente a él. Un idealismo que se torna muchas veces en sustancialista –es precisamente la «ideología alemana»– regresando a la idea clásica de sustancia («aquello que no necesita de otra cosa para existir»), alineada a la cultura como unidad social originaria (a veces a la raza), para proyectarla sobre el campo político y reconstituirlo (es la «Europa de los pueblos»), derribando imaginariamente las fronteras actuales, desde categorías etno-lingüísticas (por lo demás completamente oscuras y confusas) que hablan de una correspondencia biunívoca entre cultura y estado (una correspondencia que procede del Idealismo clásico –Fichte, Herder–, antagónico al marxismo [7]).

En definitiva, la tesis de la «España plurinacional» es una tesis idealista, incompatible con el materialismo histórico, al basar la condición nacional de lo que no son sino fragmentos regionales simplemente en la «voluntad» de ser nación. Una voluntad, por cierto, procedente de sectores sociales actuales bien reaccionarios (completamente refractarios al socialismo comunista), llegando a formar grupúsculos y facciones (algunas ocupando magistraturas de gobierno en municipios, autonomías, etc.) que no han tenido ningún empacho en apelar, con frecuencia, a categorías como la raza, el ADN, el RH, etc.[8] o, directamente a Dios y al «Sagrado Corazón de Jesús», para justificar sus programas políticos facciosos.

II. La secesión es incompatible con la revolución comunista

«El pequeño-burgués ‘enfurecido’ por los horrores del capitalismo es, como el anarquismo, un fenómeno social propio de todos los países capitalistas. Son del dominio público la inconstancia de estas veleidades revolucionarias, su esterilidad y la facilidad con que se transforman rápidamente en sumisión, en apatía, en fantasías, incluso en un entusiasmo ‘furioso’ por tal o cual corriente burguesa ‘de moda’». (Lenin, El izquierdismo, enfermedad infantil en el comunismo, pág. 40.)

Además, la «revolución» altermundista, entendida aplicada a España como descomposición, tampoco es compatible con la praxis revolucionaria comunista, en cuanto que esta, en ningún momento, para la transformación del estado burgués contempla su descomposición previa. Es más, al contrario, la revolución comunista supone la conservación de la unidad del estado para transformarlo de burgués, vía dictadura del proletariado, en socialista. El comunismo es un desarrollo de las contradicciones surgidas en el seno del capitalismo y que no supone en ningún momento la fragmentación disolvente del Estado, sino, insistimos, su transformación revolucionaria pero conservando la unidad. Precisamente la independencia del estado socialista, frente al capitalismo, quedaría mermada si se da «un paso atrás» fragmentario:

«Los marxistas no propugnarán en ningún caso el principio federal ni la descentralización. El Estado centralizado grande supone un progreso histórico inmenso, que va del fraccionamiento medieval a la futura unidad socialista de todo el mundo, y no hay ni puede haber más camino hacia el socialismo que el que pasa por tal Estado (indisolublemente ligado con el capitalismo)» (Lenin, Notas críticas sobre el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 34.)

Sin embargo, desde esa concepción altermundista, impostoramente marxista, pero en realidad idealista, la «conciencia de clase» se identifica, como atributo suyo esencial, con esa «conciencia nacional» fragmentaria (conciencia nacional vasca, catalana, gallega...) por la que la unidad nacional de España desaparece para convertirse en una indefinida, desde el punto de vista unitario, «España plural». Es más, la revolución altermundista (con la realización de ese «otro mundo posible»), pasa por la supuesta rehabilitación de esos «pueblos originarios» (que ni siquiera tienen que ver con la etnología prehistórica real, sino que son inventos literarios decimonónicos), que lo que consigue realmente, no es la internacionalización del proletariado (sobre la base de la nación burguesa industrializada), sino su división contrarrevolucionaria.

Es decir, la «justicia» política altermundista supone, según tal perspectiva, resituar los límites del Estado sobre los quicios de la cultura, redefiniendo a esta de un modo etno-lingüístico completamente fantástico e imaginario. Así, lejos de fomentar la unidad de acción internacional del proletariado, lo que se produce es más bien su división, promovida en torno a compartimentos «culturales» estanco. La «cultura» se convierte así en esa unidad sustancial, autosuficiente, adornada con toda clase de atributos folklórico-literarios, a través de lo que llamaríamos con Adorno la «jerga de la autenticidad» (practicada por el nazismo), y que promueve, en contra del propósito último comunista, la división contrarrevolucionaria de la clase proletaria:

«Tal es la exigencia incondicional del marxismo. Toda prédica que propugne separar a los obreros de una nación de los obreros de otra, toda invectiva contra el «asimilismo» marxista, todo intento de oponer en las cuestiones relativas al proletariado una cultura nacional en bloque a otra cultura nacional supuestamente indivisa, etc., es nacionalismo burgués contra el que se debe llevar a cabo una lucha implacable» (Lenin, Notas críticas sobre el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 20.)

En definitiva el secesionismo al que conduce la supuesta «liberación» altermundista, apelando a la idealista «autodeterminación», es incompatible con el comunismo de Marx, en cuanto que la supuesta restitución anticapitalista de esos «pueblos originarios» lo que hace es, sencillamente, disolver la unidad de acción del proletariado en su lucha contra el capitalismo en su fase superior imperialista:

«El proletariado no puede apoyar ningún afianzamiento del nacionalismo; por el contrario, apoya todo lo que contribuye a borrar las diferencias nacionales y a derribar las barreras nacionales, todo lo que sirve para estrechar más y más los vínculos entre las naciones, todo lo que conduce a la fusión de las naciones. Obrar de otro modo equivaldría a pasarse al lado del elemento pequeñoburgués reaccionario y nacionalista» (Lenin, Notas críticas sobre el problema nacional, Editorial Progreso, pág. 23.)

Lo que late pues, tras este altermundismo «imagine» es más bien el anarquismo, y no el materialismo histórico y que busca, a la postre, la disolución del campo político en favor de una reaparición (virtual) de la sociedad etnológica (etnicismo, indigenismo...). Así lo afirmará Bakunin con toda claridad:

«¡Abajo con las fronteras artificiales erigidas por la fuerza por los congresos despóticos de acuerdo con las supuestas necesidades históricas, geográficas y estratégicas! Entre las naciones no tendría que haber más barrera que las que respondieran a la Naturaleza, a la justicia y a las establecidas con un sentido democrático por la voluntad soberana del pueblo mismo sobre la base de sus cualidades nacionales» (Bakunin, Aufruf an die Slawen, apud. Horace B. Davis, pág. 60.)

Lenin en El Estado y la Revolución se ocupará ampliamente de mantener las distancias entre el comunismo y el anarquismo en este sentido, a través de la reivindicación comunista del centralismo. Así, dirá Lenin:

«Engels, como Marx, defiende, desde el punto de vista del proletariado y de la revolución proletaria, el centralismo democrático, la república única e indivisa. Considera la república federativa, bien como excepción y como obstáculo para el desarrollo, o bien como transición de la monarquía a la república centralizada, como «un paso adelante» en determinadas circunstancias especiales. Y entre esas circunstancias especiales se destaca la cuestión nacional... Hasta en Inglaterra, donde las condiciones geográficas, la comunidad de idioma y la historia de muchos siglos parece que debían haber «liquidado» la cuestión nacional en las distintas pequeñas divisiones territoriales del país, incluso aquí tiene en cuenta Engels el hecho evidente de que la cuestión nacional no ha sido superada aún, razón por la cual reconoce que la república federativa representa «un paso adelante». Se sobreentiende que en esto no hay ni sombra de renuncia a la crítica de los defectos de la república federativa, ni a la propaganda, ni a la lucha más decididas en pro de una república unitaria, de una república democrática centralizada.»

E insiste Lenin, más abajo, tomando distancia explícitamente respecto de Bakunin y Prodhon:

«Marx discrepa de Proudhon y de Bakunin precisamente en la cuestión del federalismo (para no hablar siquiera de la dictadura del proletariado). El federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo. Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba no se contiene la menor desviación del centralismo. ¡Sólo quienes se hallen poseídos de la fe supersticiosa del filisteo en el Estado pueden confundir la destrucción de la máquina del Estado burgués con la destrucción del centralismo! Y bien, si el proletariado y los campesinos pobres toman en sus manos el poder del Estado, se organizan de un modo absolutamente libre en comunas y unifican la acción de todas las comunas para dirigir los golpes contra el capital, para aplastar la resistencia de los capitalistas, para entregar a toda la nación, a toda la sociedad, la propiedad privada sobre los ferrocarriles, las fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no será el centralismo? ¿Acaso esto no será el más consecuente centralismo democrático, y además un centralismo proletario?».

E, incluso, critica esta misma confusión («bastardeamiento») entre anarquismo y comunismo, practicada según Lenin por la «renegada» socialdemocracia, un «bastardeamiento» en el que, sin duda, creemos nosotros, recaería nuestro altermundismo «revolucionario»:

«El oportunista se ha desacostumbrado hasta tal punto de pensar en revolucionario y de reflexionar acerca de la revolución, que atribuye a Marx el «federalismo», confundiéndole con Proudhon, el fundador del anarquismo. Y Kautsky y Plejánov, que pretenden pasar por marxistas ortodoxos y defender la doctrina del marxismo revolucionario, ¡guardan silencio acerca de esto! Aquí encontramos una de las raíces de ese extraordinario bastardeamiento de las ideas acerca de la diferencia entre marxismo y anarquismo, bastardeamiento característico tanto de los kautskianos como de los oportunistas y del que habremos de hablar todavía.»

Concluye Lenin, por fin, terminantemente sobre este asunto:

«El federalismo es una derivación de principio de las concepciones pequeñoburguesas del anarquismo. Marx es centralista. En los pasajes suyos citados más arriba no se aparta lo más mínimo del centralismo.» [9]

Conclusión

«Entregar a toda la nación, a toda la sociedad, la propiedad privada sobre los ferrocarriles, las fábricas, la tierra, etc., ¿acaso esto no será el centralismo? ¿Acaso esto no será el más consecuente centralismo democrático y, además, un centralismo proletario?» (Lenin, El Estado y la revolución.)

Concluimos, la negación de España como nación política, afirmando la condición nacional de lo que no son sino fragmentos suyos («España plurinacional»), es en definitiva, una tesis idealista («idealismo histórico»), no materialista, y que conduce, además, directamente a un secesionismo reaccionario y no comunista. La idea de una España fragmentada, o mejor, la idea de la condición nacional de los fragmentos de España es una tesis, y lo afirmamos ad hominem (Adversus, Rebelión, Kaos en la Red...), completamente contraria al marxismo, esto es, idealista y contrarrevolucionaria.

Ahora bien, una vez que queda probado que el marxismo, strictu sensu, no puede ser fuente del nacionalismo fraccionario, la cuestión relativa al origen de la «conciencia nacional» fragmentaria (euskaldún, catalana, gallega,...) permanece intacta desde el propio materialismo histórico, y es que si la conciencia nacional-fragmentaria no procede de tales «naciones» como realidades históricas pues como tales nunca existieron ¿de dónde procede?

Pues, sencillamente, del propio proceso de descomposición de la Nación española. Este es, en efecto, el «ser social» que determina la formación de esa «conciencia nacional-fragmentaria», base de los nacionalismos y de la secesión a la que conducen. Es el proceso de descomposición de España (y por lo tanto, insistimos, se parte de su existencia como nación política) lo que genera la formación de esa conciencia nacional-fragmentaria, ideológica, y no al revés. Una ideología, en sentido marxista (como conciencia deformada) desde la que se percibe precisamente el proceso como invertido: lo que no es sino un proceso de secesión, del que estas facciones son causa, es percibido por su parte, de ahí su pujanza y arrastre social, como un proceso de «liberación». Es así que la fragmentación de España nunca puede significar la «restitución» de una libertad nacional (soberanía) para vascos, catalanes, o gallegos,... que nunca existió, sino que lo que significa es, sencillamente, la fragmentación de España. Una fragmentación cuyas partes resultantes, constituidas ya como todos nacionales, lejos de alcanzar la tan soñada «independencia», se convertirían más bien, dada su falta de autosuficiencia, en satélites dependientes de otras potencias (Francia, Alemania, EEUU, Gran Bretaña...), al no poder competir con ellas en el mercado global capitalista.

En este sentido el marxismo revolucionario español, tradicionalmente, aspiraba a otra cosa bien distinta de la que se plantea desde ese altermundismo «revolucionario» (pro aberchale, catalanista, galleguista...), y es que

«La aspiración de un español revolucionario no ha de ser que un día, quizá no lejano, siguiendo su ritmo actual, la península Ibérica quede convertida en un mosaico balcánico, en rivalidades y luchas fomentadas por el imperialismo extranjero, sino, por el contrario, debe tender a buscar la libre y espontánea reincorporación de Portugal a la gran unidad ibérica» (Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución, 1935.)

Notas:

[1] Es curioso observar, atendiendo a las secciones que estas revistas dedican a cada una de estas «realidades nacionales», la disparidad de criterios seguidos por sus editores en la reconfiguración del mapa peninsular. Así, observamos que Rebelión dedica una sección a «España», recogiendo bajo este epígrafe noticias relativas a «Euskal Herria», «Galiza», etc. Un epígrafe este, el de «España» que, sin embargo, desaparece en Kaos en la Red o en La Haine: en esta última publicación se habla de «Estado español», abriéndose bajo este título secciones dedicadas a Asturies, Galiza, Madrid, Països Catalans...; en Kaos en la Red, sin embargo, la cosa se enreda extraordinariamente, abriendo un apartado para el «Estado español» y otros, del mismo rango, dedicados a los Països Catalans, Madrid, Euskal Herria, Andalucía (curiosamente aquí no aparece «Asturies», se supone, quizás, incluida bajo el epígrafe «Estado español»). En Insurgente solo existe una sección para el País Vasco y otra para Andalucía, de lo demás (del resto del «Estado español» nada se sabe). No deja de ser curioso, decíamos, esta diafonía en torno a la definición de tales «Pueblos peninsulares» cuando los responsables de una y otras publicaciones son prácticamente los mismos.

[2] He aquí una «perla» representativa de este altermundismo que, hablando de la «cuestión española» afirma lo siguiente:

«He escrito alguna vez que Euskadi (o Cataluña) jamás lograrían la independencia de España porque es sencillamente imposible separarse de un país que no existe; y que, por lo tanto, para la unidad o para la separación, el requisito previo es la existencia, el aterrizaje de esa nación metafísica y violenta, aire y sangre al mismo tiempo, en los límites de sus pueblos, su reconstitución radical al margen de su historia y a partir de una soberanía cierta que decida contemporáneamente su nombre, su tamaño y su gobierno. Eso todavía está pendiente y la llamada Transición no ha hecho otra cosa que bordear de puntillas la cuestión, prolongando y agravando la paradoja: ha creído, sin ingenuidad alguna, que podía democratizar España sin refundarla democráticamente y que se podía decidir libremente su destino sin haber decidido antes libremente su existencia» (Santiago Alba, La cuestión española, http://www.rebelion.org/noticia.php?id=30796).

Es curioso que, según este prócer del altermundismo, haya que «demostrar» una prueba de existencia para España y no ocurra así lo mismo para «Euskadi» (o Cataluña), cuya existencia por lo visto es de una evidencia axiomática (aunque a su vez tampoco se sabe de dónde procede tal evidencia, porque como él mismo reconoce, todavía están esperando «Euskadi» y Cataluña, su constitución democrática). Si el criterio de existencia para una nación, según se postula pues, es la libre decisión democrática (sea esto lo que fuera), ¿quién y cómo se determina la jurisdicción que establece el sufragio para tomar tal decisión?, ¿existe alguna nación cuya existencia se haya determinado por libre decisión de sus ciudadanos?, y, si existe, ¿cómo sabían esos ciudadanos que podían tomar tal decisión si no había nación? Y es que, en efecto, para este altermundismo fundamentalista democrático, la conservación de España, con su historia, es incompatible con la democracia (v. Santiago Alba, ¿España unida o democracia?), siendo así que existen unos nacionalismo aceptables (compatibles con la democracia) y otros no (el español, por supuesto, está entre estos últimos: ver Santiago Alba, ¿Izquierdas nacionalistas?), en un planteamiento de la cuestión que constantemente pide el principio de la nación vasca, catalana....

[3] Un alegato arquetípico de esta postura lo representa el «descerebrado» artículo de Carlo Fabretti, La España descerebrada, publicado en Rebelión.org (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=57629).

[4] «Aunque en el Manifiesto Comunista, Marx y Engels utilizaron la famosa frase ‘Los obreros no tienen patria’ –como dura crítica de la marginación política y social en que habían sido sumidos los trabajadores– y de sus planteamientos internacionalistas, no por ello dejaban de constatar que el proletariado se convierte en clase nacional al asumir su función emancipatoria» (José María Laso, España: cultura y problema nacional, http://www.wenceslaoroces.org/act/hab/index.htm). Ver en Horace B Davies, Nacionalismo y socialismo, p. 28 y ss. (ed. Península) las interpretaciones que caben hacer, según este autor inglés, de este famoso pasaje del Manifiesto Comunista.

[5] Recordemos que la ETA y sus anexos han tratado de frenar, y muchas veces lo han logrado, el desarrollo industrial de las Provincias Vascongadas al oponerse, con procedimientos terroristas, a determinados proyectos y empresas que iban en este sentido (sin duda Lemoniz, es la más sonada). A través de esa idea arcádica, eco-conservacionista de «Euskal Herría», la ETA se opone totalmente al marxismo y, sobre todo, al leninismo (a pesar de considerarse emic, por lo menos en algunos momentos, un movimiento representativo suyo). Recordemos, en cualquier caso que en aquellas asambleas en las que se reunía la primera ETA, a la sombra del poder eclesiástico vascongado, se entendió el marxismo como un «fascismo de izquierdas» por parte de los seminaristas fundadores de la banda.

[6] Ver Gustavo Bueno, El Mito de la Izquierda, Ediciones B, 2003.

[7] Y es que lejos está el marxismo de semejante concepción de la Historia, partiendo Marx en general al hablar de las sociedades históricas, no de la autosuficiencia (ajuste armónico, arcádico) como principio de organización productivo y social, sino más bien de la dependencia (carestía) y de la superabundancia excedentaria (poros y penía, podríamos decir en términos platónicos):

«Cuanto menos desarrollado está el trabajo, más restringida es la cantidad de sus productos y, por consiguiente la riqueza de la sociedad, con tanta mayor influencia dominante de los lazos de parentesco sobre el régimen social. Mientras tanto en el marco de este desmembramiento de la sociedad basada en el parentesco, la productividad del trabajo aumenta sin cesar, y con ella se desarrolla la propiedad privada y el cambio, la diferencia de fortuna, la posibilidad de emplear fuerza de trabajo ajena, con ello, la base de los antagonismo de clase» (Federico Engels, El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado, ed. Planeta, pág. 28.)

[8] Ver el documentadísimo libro de Francisco Caja, La raza catalana, Ed. Encuentro, 2009.

[9] Tengo que dar las gracias a Diego Cebrián Gala por reunir en una Nota de Facebook una antología de textos de Lenin, de la que hemos hecho uso, hablando del centralismo y su reivindicación desde el marxismo: http://www.facebook.com/profile.php?id=1278883800#!/notes/diego-cibrian-gala/marxismo-leninismo-federalista/139887242722288

Publicado en El Catoblepas, nº109, marzo 2011, pág.10.

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