miércoles, 3 de diciembre de 2014

GEOPOLÍTICA

por Alain de Benoist



La geopolítica  siempre  fue  la mal  querida entre  las   ciencias   sociales. Desde hace mucho tiempo se le recriminó ser una «ciencia alemana», lo que no quería decir gran cosa. Pero es sobre todo la delimitación de su ámbito o su estatuto  lo que nunca ha dejado de plantear  problemas. La geopolítica estudia la influencia de la geografía sobre la política y la historia, es decir, las relaciones entre el espacio y el poder. Pero esta definición es engañosa, lo que explica que la realidad misma de su objeto haya podido estar sujeta a debate. Se la ha descrito frecuentemente como una disciplina encargada de legitimar retrospectivamente los acontecimientos históricos o las decisiones políticas:   así,   no   sería  más   que   una   construcción artificial   basada   en interpretaciones ex eventu. Esta crítica estuvo reforzada por el hecho de que la geopolítica frecuentemente se ha desarrollado al margen del poder político (incluso si, en los hechos, raramente ha inspirado al mismo).

Otros  le han cuestionado su determinismo.  La geopolítica se  funda en cierto   número   de   constantes ligadas   al   «suelo»,   a   partir   de   las   cuales pretende elucidar diversas lógicas espaciales. Pero ¿es siempre determinante el «suelo»?   Francia,   por   sólo   citar   un   ejemplo,   habría   tenido   un   origen geopolíticamente muy improbable, lo que no le impidió despuntar. A esto se añade el hecho de que el mundo ha cambiado. Ya salimos de la era de las grandes conquistas meramente territoriales: hoy preocupa más organizar el espacio que conquistarlo o acrecentarlo. La conquista de un territorio sólo es, por lo demás, una forma entre otras de conquistar. «Cualquier espacio tiene su valor político»,  decía Ratzel.  Sin embargo,  no siempre posee el  sentido que tuvo en otro tiempo. Vivimos en un mundo en que las fronteras ya no detienen (y sobre todo no garantizan) nada.

La   geopolítica   conserva,   no   obstante,   su   utilidad.   Incluso   resulta indispensable referirse a ella en un mundo en  transición,  donde  todas  las cartas están a punto de ser  repartidas a escala planetaria.  La geopolítica relativiza el peso de los meros factores ideológicos, mutables por definición, y recuerda la presencia de constantes que trascienden tanto a los regímenes como  a  las   ideas.  Cegado por   su racismo,  Hitler  hizo  la  guerra  a Rusia, potencia continental,  mientras  que hubiera querido aliarse con Inglaterra, potencia  marítima:  magnífico   ejemplo  de  la  manera   en  que   la   ideología puede ser la causa de una ceguera geopolítica total. Hoy día comprobamos una oposición análoga entre la lógica geopolítica y la lógica «civilizacional». Algunos   hablan   de   «guerra   de   civilizaciones»,   en   tanto   que el    Islam  no constituye –tampoco Occidente– la menor entidad geopolítica.

De   todas   las   nociones   propias   de   la   geopolítica,   una   de   las   más incuestionables  es   sin duda  la oposición  entre Mar  y  Tierra.   «La historia mundial  –decía  Carl  Schmitt–  es   la  historia  de  la lucha  de   las   potencias marítimas contra las continentales y de las potencias continentales contra las marítimas». Ésa era también la opinión del almirante Castex y de muchos geopolíticos.

La Tierra es el lugar de los territorios diferenciados. Suscita distinciones tajantes entre  la guerra y  la paz,  entre  combatientes y no combatientes, entre la acción política y el comercio. Es por excelencia el lugar de la política y de la historia. «La existencia política tiene un carácter puramente telúrico» (Adriano Scianca).  El  Mar   es   una extensión uniforme,   la negación de  las diferencias, los límites y las fronteras. Es un espacio indistinto, equivalente líquido del desierto. Al carecer de un centro, sólo conoce los flujos, y es por ello por lo que se parece a la globalización postmoderna. El mundo actual es un mundo «líquido» que tiende a abolir todo lo que es «terrestre», estable, sólido, constante,   diferenciado.  Es   un  mundo  de  flujos transportados  por redes. El comercio mismo, igual que la lógica del capital, también está hecho de  flujos. La   uniformidad   que   la   globalización   y   el   comercio   logran   es inherente a la lógica «marítima»: el monoteísmo del mercado es hijo de la lógica del Mar, y no es por azar que el capitalismo se parece sobre todo a la piratería.

En la historia de la humanidad, la confrontación entre la Tierra y el Mar corresponde a la lucha secular entre la lógica continental europea y la lógica «insular» encarnada primero por Inglaterra y luego por los Estados Unidos de América. Schmitt ya lo había subrayado: debido a la técnica moderna, el Mar se ha transformado, relevado en espacio. «El mar no es más un elemento, se volvió espacio, así como el aire también se ha vuelto espacio de la actividad humana y de ejercicio del poder». Como ayer la de Inglaterra, la hegemonía estadounidense descansa   en   la   dominación   mundial   de   los   mares, extrapolada   a   la  dominación   del   aire,   y   ante   la   ausencia  de   unidad  del espacio   euroasiático.   Antiguas problemáticas,   pero   que   en   adelante   se explicarán en más vastas dimensiones. Estados Unidos tomó los caminos del poderío inglés. Europa entera ocupa el lugar otorgado a Alemania. Al mismo tiempo, vemos reaparecer el «Gran Ajedrez» que ayer oponía a Inglaterra y Rusia, y cuyos peones esenciales permanecen en Asia central, Mesopotamia, Irán y Afganistán.

En el pasado, la geopolítica ejercía sus concepciones principalmente a nivel de los Estados que, en nuestros días  –al  menos   en   el   hemisferio occidental– parecen haber entrado a una crisis irreversible. Hoy, las lógicas continentales nos  revelan  las maquinaciones desordenadas de  los Estados que nos han ocultado por mucho tiempo, pero que, más que nunca, serán fundamentales.   La   geopolítica  nos   ayuda a  razonar,  no  tanto   a  nivel  de países sino de continentes. El Mar contra la Tierra, hoy día, está representado por   los  Estados  Unidos   de   América   contra   el   «resto  del  mundo»,   y   por principio contra   el  bloque   continental  europeo.   El   eje  Madrid-París-Berlín-Moscú adquiere desde esta perspectiva toda su importancia, paralelamente al eje Moscú-Teherán-Nueva Delhi. El bloque germano-ruso se mantiene en el corazón del «centro mundial». Y es por ello por lo que la suerte del mundo depende de la alianza de estos dos países. Allí también la caída del sistema soviético despejó los frentes. El desconocido chino domina el resto.

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