martes, 29 de octubre de 2013

ÚLTIMOS MOMENTOS DE RAMIRO LEDESMA RAMOS


-¡Los que sean nombrados, al salón de actos!

Pintarrajos de calaveras y tibias, los de la Casa del Pueblo hoces y martillos, caras estragadas, ceños peludos, ínfulas autoritarias, mandonas.

-¡Catorce! ¡Ramiro Ledesma Ramos!

¿A qué pretender disimular con el truco de Roberto Lanzas, que no engañaba a nadie? Era el momento de demostrar que... Salió. A medio salón hizo ademán de volver a la celda. Le agarraron por el brazo.

-¿Adónde vas?

-Por la chaqueta. La tenía de almohada.

-No te va a hacer falta-se le abría la boca con la risa al socialero.

En el centro del salón de actos, un chafarroneado de medallas y galones, papel en mano:

-¡Atención! Traslado a Chinchilla. Tú cállate, sin reírte, Casimiro. Padrón de los que trasladamos. Tú, ¿qué eres? Se dirigía a Ramiro:

-Periodista.

Polo estaba allí, dándose importancia de amo del cotarro, con celos de las chapas y tiras rojas que lucía el del "comité".

-¿No me dijiste que eras astrónomo?

-No es incompatible ser astrónomo y periodista.

El ageneralado rascose la barbilla. No sabía decidir, Polo decidió:

-Bueno, es igual. Arrea p'alante.

Así de estúpido es el morir, tantas veces, así de chabacano entonces, en la revolución patuda. Miró Ramiro alrededor, no estaba el Padre Villares, tampoco el Padre Marín, se alegró, aunque ¿no era mejor terminar la agonía, ahorrarse más horas de conflicto entre anhelo y realidad, mordida la garganta, desolación del ánimo? Estaba tranquilo, agradecía terminar de una vez.

Entraban los llamados, las manazas bruscas los alineaban, al frente Polo y el otro superclase. Vio Ramiro a Don Ramiro, fue a él:

-¡A ti también, Maeztu, a ti, que eres nuestro modelo y nuestro guía...!

-Soy el número diez, nada más.

Maeztu se acercó, tocándose hombro y hombro, con Ledesma. Se agarraron de la mano, transfundiéndose ese sentimiento de compenetración que une a los idénticos.

-Valor.

-Sí, valor. Que éstos no nos vean claudicar. Enteros, verdaderos. -Se apretaban la mano.

-A mí, Don Ramiro, no me matarán como ellos quieran, ¿yo, obedecerles?, no, Don Ramiro.

-Eres muy joven...

Maeztu se reconcentraba, rostro blanco. Ledesma, afilado hacia esqueleto, tenía ojeras cárdenas, los pómulos sobresalían y el mentón, afloraba el cráneo, la boca trazo horizontal, apretado, voluntarioso, sacaba el mentón agresivo, los puntos de brillo de los ojos destellaban en el círculo morado, parecían crujir. Les registraron, algo salió de los escondrijos; era el último botín. No los ataban arriba, era abajo, al hacerlos subir al camión.

-¡A contar!

Descendía la procesión lúgubre, la flanqueaban, dedo en el gatillo, los tipos agresivos. El vestíbulo, la puerta abierta, golpe de milicianos desplegados, aculado a la puerta un camión, "el carro de la carne". De dos en dos los ataban por los codos con alambre. Ramiro, al llegar con Maeztu al pelotón que les ataba, soltose de la mano amiga.

-¡A MÍ ME MATÁIS DONDE YO QUIERA, NO DONDE VOSOTROS QUERÁIS!

Se abalanzó al fusil más cercano, quiso arrebatárselo al socialista; otro que estaba cerca disparó. Ramiro, como si le estallase la cabeza, estrellose del salto contra el quicio; se desplomó. El asesino fue a él a rematarle. Polo le detuvo un momento. El cráneo de Ramiro manaba sangre y materia blanca.

-No hace falta. ¡Estos fachistas!

-Son perros rabiosos.

Maeztu, crispada la mano, se apretaba el rostro; murmuró:

-¡Jesús!

Silencio, entre luces de foco; ir y venir de fusileros; la calle abriéndose, generosa, ante ellos, ¡la calle, la libertad!, ironía, salir a la calle libre y seguir en calabozo; los presos obedecían, se dejaban atar, subían al camión quedándose en pie, apoyándose unos en otros, el motor retemblaba. Al que se sentía morir le sostenían sus compañeros de codos inútiles, las manos podían emplearse un poco; alguien dijo: "¡Por España!", hubo un murmullo. El cadáver de Ramiro le tiraron al camión; los presos procuraban no pisarle.

El Padre Villares oyó el trajín de la "saca", acurrucado, los compañeros, al engurruñarse, pretendían hacerse más chiquititos, que no les vieran, inocencia del instinto; la oreja del Padre Villares tocaba el suelo; oyó el tiro, sintió la vibración del disparo, los motores en marcha, el alejarse del redoble, el silencio otra vez. Rezó, pidió, se unió a Dios mentalmente.

En la oficina registraban el oficio, fecha 30, un día anticipado, porque lo burocrático nunca se lo saltaban los que salteaban las vidas. Supieron -Radio Petate- que las expediciones sucumbían en el cementerio de Aravaca, ante una de las tapias, en el interior; que Maeztu se adelantó ante los fusiles, gritando: "¡Vosotros no sabéis por qué me matáis, pero yo sí sé por qué muero, porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!"; que en una zanja honda los arrojaban revueltos.

A Compte, al Padre Villares, al Padre Félix García (y se corrió por toda la cárcel) les susurraron el episodio de Ramiro Ledesma, su último destello. “Uno de los fascistas se defendió como un jabato y estuvo a punto de ahogar a uno, casi lo machaca.” Trinidad Ledesma fue a las ocho con el tributo familiar al hermano;  alguien de las Milicias le dijo que estaba en Chinchilla, algún otro que en Ocaña, los dos con su poquito de chunga. Trinidad se apretó el dolor, voló apresurada a decírselo a Olmedilla, el defensor posible. Los guardianes, para no dar importancia a un “fachista”, corrieron la voz, al saber enterada del rasgo a la cárcel entera, que el rebelde era un boxeador.

Cuando Ortega y Gasset supo en París que habían asesinado a Ramiro exclamó: “No han matado a un Hombre, han matado a un Entendimiento"

Tomás Borrás, Biografía.

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